Elogio de
la ociosidad
Bertrand
Russell
(1932)
Como casi
toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán "La ociosidad es
la madre
de todos
los vicios". Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y
adquirí una
conciencia
que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi
conciencia
haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo
que se ha
trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una
virtud ha
causado
enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos
es
algo completamente
distinto de lo que siempre se ha predicado. Todo el mundo conoce la
historia
del viajero que vio en Nápoles doce mendigos tumbados al sol (era antes de la
época
de
Mussolini) y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se
levantaron de un
salto para
reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero hacía lo correcto.
Pero en
los países
que no disfrutan del sol mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para
promoverla
se
requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas que
siguen, los
dirigentes
de la Asociación Cristiana de jóvenes emprendan una campaña para inducir a los
jóvenes a
no hacer nada. Si es así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis
propios
argumentos
en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada vez que
alguien que
ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de
trabajo
diario, como la enseñanza o la mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal
conducta
lleva a
quitar el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si este
argumento
fuese
válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos inactivos para tener la boca
llena de
pan. Lo que
olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana,
y
al gastar
genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las bocas de
los
demás como
les quita al ganar. El verdadero malvado, desde este punto de vista, es el
hombre
que ahorra.
Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino
francés, es
obvio que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos
obvia, y
se plantean
diferentes casos.
Una de las
cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es prestarlos a algún
gobierno.
En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los
gobiernos
civilizados consiste en el pago de deudas de guerras pasadas o en la
preparación de
guerras
futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la misma
situación
que el
malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El resultado estricto de los
hábitos de
ahorro del
hombre es el incremento de las fuerzas armadas del estado al que presta sus
economías.
Resulta evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara
en
bebida o en
juego.
Pero -se me
dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en
empresas
industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede
admitir. En
nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas
fracasan.
Esto
significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse
a
producir
algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas
que,
una vez
construidas, permanecen paradas y no benefician a nadie. Por ende, el hombre
que
invierte
sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí
mismo.
Si gasta su
dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se divertirán -cabe
esperarlo-,
al tiempo
en que se beneficien todos aquellos con quienes gastó su dinero, como el
carnicero,
el panadero
y el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender rieles
para
tranvías en
un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un
considerable
volumen de
trabajo por caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se
empobrezca
por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia
inmerecida,
en tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se
le
despreciará
como persona alocada y frívola.
Nada de
esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las
virtudes
del trabajo
está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad
y la
prosperidad pasa por una reducción organizada de aquél.
Ante todo,
¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera: modificar la
disposición de
la materia
en, o cerca de, la superficie de la tierra, en relación con otra materia dada;
la
segunda:
mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está
mal
pagada; la
segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase es susceptible de
extenderse
indefinidamente: no solamente están los que dan órdenes, sino también los que
dan
consejos acerca de qué órdenes deben darse. Por lo general, dos grupos
organizados de
hombres dan
simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política. Para
esta clase
de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas acerca de los cuales ha
de
darse
consejo, sino el conocimiento del arte de hablar y escribir persuasivamente, es
decir, del
arte de la
propaganda.
En Europa,
aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de hombres, más respetada que
cualquiera
de las clases de trabajadores. Hay hombres que, merced a la propiedad de la
tierra,
están en
condiciones de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta
existir y
trabajar.
Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría esperar que yo los
elogiara.
Desgraciadamente,
su ociosidad solamente resulta posible gracias a la laboriosidad de otros;
en efecto,
su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del
trabajo.
Lo último
que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el
comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía,
por lo
general,
producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia
subsistencia
y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como
él,
y sus hijos
agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El
pequeño
excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de los que lo
producían,
sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de
hambruna
no había
excedente; los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose
tanto
como en
otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de
hambre.
Este
sistema perduró en Rusia hasta 1917 [*] y todavía perdura en Oriente; en
Inglaterra, a
pesar de la
revolución industrial, se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas
y
hasta hace
cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En
Norteamérica,
el sistema
terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde sobrevivió hasta la guerra
civil.
Un sistema
que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una
huella
profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte de lo
que
damos por
sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al
ser
preindustrial,
no está adaptado al mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que
el ocio,
dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco
numerosas,
sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad. La moral del
trabajo es
la moral de los 'esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente
que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de haber podido decidir, no
hubieran
entregado el escaso excedente con que subsistían los guerreros y los
sacerdotes,
sino que
hubiesen producido menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que
los
obligaba a
producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó posible
inducir
a muchos de
ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente,
aunque
parte de su trabajo fuera a sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este
medio,
la
compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron.
En nuestros
días, el
noventa y nueve por ciento de los asalariados británicos, se sentirían
realmente
impresionados
si se les dijera que el rey no debe tener ingresos mayores que los de un
trabajador.
El deber, en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores
del
poder, para
inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio
interés.
Por supuesto, los poseedores del poder también han hecho lo propio aún ante si
mismos, y
sé las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes
intereses
de la humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de
esclavos, por
ejemplo,
empleaban parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la
civilización,
que hubiera sido imposible bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es
esencial
para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía
posible el
tiempo
libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí
fuera bueno,
sino porque
el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente
el
ocio, sin
menoscabo para la civilización.
La técnica
moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida
para
asegurar lo imprescindible para la vida de todos. Esto se hizo evidente durante
la guerra.
En aquel
tiempo, todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las
mujeres
ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres
ocupados en
espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas
con la
guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el
nivel
general de
bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas
fue
más alto
que antes y que después. La significación de este hecho fue encubierta por las
finanzas:
los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando
al
presente.
Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una
rebanada de
pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la
organización
científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un
considerable
bienestar con sólo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo
entero. Si
la organización científica, que se había concebido para liberar hombres que
lucharan
y
fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se
hubiesen reducido a
cuatro las
horas de trabajo, todo hubiera ido bien. En lugar de ello, fue restaurado el
antiguo
caos:
aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas
horas, y al resto
se le dejó
morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el trabajo es un deber, y
un
hombre no
debe recibir salarios proporcionados a lo que ha producido, sino proporcionados
a
su virtud,
demostrada por su laboriosidad.
Ésta es la
moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias completamente distintas
de
aquellas en
las que surgió. No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso.
Tomemos
un ejemplo.
Supongamos que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja
en la
manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen tantos
alfileres
como el
mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de
personas
puede hacer
dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita
duplicar
ese número de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente
pudiera
venderse
alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato, todos los implicados en
la
fabricación
de alfileres pasarían a trabajar cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás
continuaría
como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres
aún
trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran, y la
mitad de
los hombres
anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y quedan
sin
trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad
de los hombres
están
absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue trabajando demasiado. De
este
modo, queda
asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes, en
lugar de
ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de
que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los
ricos. En
Inglaterra, a principios del siglo XIX, la jornada normal de trabajo de un
hombre era de
quince
horas; los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general,
trabajaban
doce horas
al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal cantidad de horas fuese
excesiva,
les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del
mal.
Cuando yo
era niño, poco después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el
voto,
fueron
establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las
clases altas.
Recuerdo
haber oído a una anciana duquesa decir: "¿Para qué quieren las fiestas los
pobres?
Deberían
trabajar". Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento
persiste, y es la
fuente de
gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos
por un momento francamente, sin superstición, la ética del trabajo. Todo ser
humano,
necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del producto del
trabajo
humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto,
desagradable,
resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto,
puede
prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el
caso de un
médico, por
ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En
esta
medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No
insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, aparte de la
URSS, mucha
gente elude
aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan
dinero y
todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se
consienta a
éstos
permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de
los
asalariados
que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el
asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no
habría paro -
dando por
supuesta cierta muy moderada cantidad de organización sensata-. Esta idea
escandaliza
a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear
tanto
tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas, aun
cuando ya
estén bien
situados; estos hombres, naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo
libre de
los
asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro; en
realidad, les disgusta el
ocio aun
para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean que sus hijos
trabajen
tanto que
no les quede tiempo para civilizarse, no les importa que sus mujeres y sus
hijas no
tengan
ningún trabajo en absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una
sociedad
aristocrática
abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia, limitada a las mujeres;
ello, sin
embargo, no
la pone en situación más acorde con el sentido común.
El sabio
empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto de la civilización
y de la
educación.
Un hombre que ha trabajado largas horas durante toda su vida se aburrirá si
queda
súbitamente
ocioso. Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá
privado de
muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para que el grueso de la
gente haya
de sufrir tal privación; solamente un necio ascetismo, generalmente vicario,
nos
lleva a
seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es
necesario.
En el nuevo
credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay mucho muy diferente de la
tradicional
enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La
actitud de
las clases gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda
educativa
respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi exactamente la misma que
las
clases
gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados pobres
honrados.
Laboriosidad,
sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas
ventajas,
inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por añadidura, la autoridad
todavía
representa
la voluntad del Soberano del Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un
nuevo
nombre:
materialismo dialéctico.
La victoria
del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común con la victoria de las
feministas
en algunos otros países. Durante siglos, los hombres han admitido la superior
santidad de
las mujeres, y han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la
santidad es
más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener las dos
cosas,
ya que las
precursoras de entre ellas creían todo lo que los hombres les habían dicho
acerca
de lo
apetecible de la virtud, pero no lo que les habían dicho acerca de la
inutilidad del poder
político.
Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo manual.
Durante
siglos, los
ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo honrado, han alabado
la
vida
sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que
vayan al
cielo los
pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los
trabajadores
manuales
que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el
espacio,
tal y como
los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta
especial
nobleza de
su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la excelencia
del
trabajo
manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual
se ve
más honrado
que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de
la
fe, pero no
con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque
necesarios
para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los
jóvenes,
y es la
base de toda enseñanza ética.
En la actualidad,
posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande, lleno de recursos
naturales,
espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo un uso muy escaso del
crédito.
En tales
circunstancias, el trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una
gran
recompensa.
Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda
vivir
cómodamente sin trabajar largas horas?
En
Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No aspiramos a
Injusticia
económica;
de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una
pequeña
minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto.
Por
ausencia de
todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no
hacen
falta. Mantenemos ocioso un alto porcentaje de la población trabajadora, ya que
podemos
pasarnos sin su trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos
estos
métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un cierto
número de
personas a fabricar explosivos de alta potencia y a otro número determinado a
hacerlos
estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos
artificiales.
Con una
combinación de todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad,
para
mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran cantidad
de duro
trabajo
manual.
En Rusia,
debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la
producción, el
problema
tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional sería, tan pronto
como se
pudiera
asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos,
reducir
las horas
de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada
nivel,
la
preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema
virtud del
trabajo
intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso en el
que haya
mucho
tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente
nuevos
proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a
la
productividad
futura. Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por
ingenieros
rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Siberia se
calienten,
construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero
capaz de
posponer el bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el
cual la
nobleza del
trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve
del
océano
Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo
intenso
como un fin
en sí misma, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual
tal trabajo
ya no fuera necesario.
El hecho es
que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta medida es necesario para
nuestra
existencia, no es, bajo ningún concepto, uno de los fines de la vida humana. Si
lo fuera,
tendríamos
que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido llevados
a
conclusiones
erradas en esta cuestión por dos causas. Una es la necesidad de tener contentos
a los
pobres, que ha impulsado a los ricos durante miles de años, a reivindicar la
dignidad del
trabajo,
aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La otra es
el
nuevo
placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente
inteligentes
que podemos producir en la superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos
tiene
gran
atractivo para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que
considera la mejor
parte de su
vida, no es probable que os responda: "Me agrada el trabajo físico porque
me hace
sentir que
estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me
gusta
pensar en lo mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi
cuerpo
exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca
soy tan
feliz como
cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi
contento".
Nunca he
oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran
el trabajo como debe ser considerado como un medio necesario para ganarse el
sustento,
y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas
de ocio.
Podrá
decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían
cómo
llenar sus
días si solamente trabajaran cuatro horas de las veinticuatro. En la medida en
que
ello es
cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese
sido
cierto en
ningún período anterior. Antes había una capacidad para la alegría y los juegos
que,
hasta
cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia. El hombre moderno
piensa que
todo
debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las
personas
serias, por
ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce
a los
jóvenes al
delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable,
porque es
trabajo y
porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades
deseables
son
aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto todo patas arriba. El
carnicero
que os
provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio,
ganando
dinero; pero cuando vosotros digerís el alimento que ellos os han suministrado,
no
sois más
que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías para
vuestro
trabajo. En
un sentido amplio, se sostiene que, ganar dinero es bueno mientras que gastarlo
es
malo.
Teniendo en cuenta que son dos aspectos de la misma transacción, esto es
absurdo; del
mismo modo
que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos de las
cerraduras
son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de
bienes,
debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El
individuo,
en nuestra sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su
trabajo
radica en
el consumo de lo que él produce.
Este
divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la
producción es lo
que hace
que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el
que la
obtención
de beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la
producción y
demasiado
poco en el consumo. Como consecuencia de ello, concedemos demasiado poca
importancia
al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer
que da al
consumidor.
Cuando
propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que
todo
el tiempo
restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades. Quiero decir
que
cuatro
horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de
primera
necesidad y
a las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo debería
ser
de él para
emplearlo como creyera conveniente. Es una parte esencial de cualquier sistema
social de
tal especie el que la educación va a más allá del punto que generalmente
alcanza en
la
actualidad y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre
para usar
con
inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la clase de cosas que
pudieran
considerarse
pedantes. Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones
rurales,
pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben de existir
todavía en la
naturaleza
humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a la mayoría a ser
pasivos:
ver películas, observar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así
sucesivamente. Esto
resulta del
hecho de que sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si
tuvieran
más tiempo
libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran de tomar parte
activa.
En el
pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora.
La
clase
ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto la
hacía
necesariamente
opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que
justificasen
sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a pesar
de
estos
inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivó
las artes,
descubrió
las ciencias, escribió los libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones
sociales.
Aun la
liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba. Sin
la clase
ociosa, la
humanidad nunca hubiese salido de la barbarie.
El sistema
de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo,
extraordinariamente
ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a
ser
laborioso, y la clase, en conjunto, no era excepcionalmente inteligente. Esta
clase podía
producir un
Darwin, pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos
rurales que
jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de
los
cazadores
furtivos. Actualmente, se supone que las universidades proporcionan, de un modo
más
sistemático, lo que la clase ociosa proporcionaba accidentalmente y como un
subproducto.
Esto
representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida de
universidad es,
en
definitiva, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en
un ambiente
académico
tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las
mujeres
corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que privan
a sus
opiniones
de la influencia que debieran tener sobre el público en general. Otra
desventaja es
que en las
universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre que
se
le ocurre
alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones
académicas,
por tanto, si bien son útiles, no son guardianes adecuados de los intereses de
la
civilización
en un mundo donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado
ocupados
para atender a propósitos no utilitarios.
En un mundo
donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona
con
curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin
morirse de hambre, no
importa lo
maravillosos que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán
forzados a
llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a
obtener la
independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y para las
cuales,
cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad.
Los
hombres que
en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la
administración,
será capaz de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que
suele hacer
aparecer carentes de realismo las obras de los economistas universitarios. Los
médicos
tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros
no
lucharán
desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que aprendieron en
su
juventud, y
cuya falsedad puede haber sido demostrada en el intervalo.
Sobre todo,
habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios gastados, cansancio y
dispepsia.
El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para
producir
agotamiento.
Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán
solamente
distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento
dedique el
tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público,
y, puesto
que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se
verá
estorbada y
no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos
eruditos.
Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán las ventajas del
ocio. Los
hombres y las mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz,
llegarán a
ser más
bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con
suspicacia.
La afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y en
parte
porque
supone un largo y duro trabajo para todos. El buen carácter es, de todas las
cualidades
morales, la
que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la
tranquilidad
y la seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción
modernos
nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido,
en
vez de
esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí,
hemos sido
tan activos
como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios,
pero no hay
razón para seguir siendo necios para siempre.
[*] Desde
entonces, los miembros del partido comunista han heredado este privilegio de
los
guerreros y sacerdotes.
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